★ ★ ★ ★ | Por Arturo Garibay

Matteo Garrone dirige Pinocho, la más reciente adaptación del relato clásico de Carlo Collodi. Haciendo un rápido ejercicio de memoria, esta bien podría ser, al momento, la mejor versión de Pinocho desde el clásico animado de Disney. La experiencia es excéntrica y mágica, encantadora y siniestra, emotiva y abrumadora.


El cineasta italiano jala todos los hilos con destreza y nos entrega así un cuento de hadas integral, donde la fantasía a veces incluso le pide prestado algún recurso al naturalismo. Digo esto porque solo así me puedo explicar que haya esta clase de verosimilitud entre tantas quimeras. Y tampoco es que esto sea del todo una sorpresa, recordemos que la filmografía de Garrone está integrada por piezas bastante rotundas como Gomorra —rebosante de autenticidad—, Dogman: El despertar de la fiera —simplemente abrasadora— y Tale of Tales —barroca y mística, por decir lo menos—. Queda patente que la fantasía y la realidad son del interés de Garrone y que sabe cómo exprimir verdad de ambas materias primas.

Pensando precisamente en Tale of Tales, esa es la película donde encontramos una conexión más evidente con este flamante Pinocho. En aquella película de 2015, Garrone exploraba los cuentos de hadas y las narraciones episódicas, dos aspectos que afloran en su nueva pieza.

Pinocho cuenta la historia de una marioneta que es tallada por un hombre muy pobre: Geppetto. A partir de un trozo de madera mágico, este carpintero da vida a un niño que cobra vida propia y que, prácticamente de inmediato, comienza a meterse en problemas. Dentro de Pinocho late un buen corazón, pero eso no le quita lo curioso, voluntarioso, rebelde, desobediente, respondón y hasta arrogante. Ocurre que Pinocho tiene mucho, mucho por aprender.


Como ya lo hemos dicho antes, Garrone opta por apegarse con fidelidad al espírito del relato original de Collodi. La experiencia no es tan cordial ni tan pueril como la que nos da la famosa versión animada, por poner un ejemplo. Y mira que esa versión tiene momentos realmente escalofriantes e inquietantes, como la secuencia en la que Pinocho se convierte en burro. Empero, el desconcierto y la calamidad tienen una presencia más constante en la película de Garrone. De ahí que sea interesante cómo es que el director se las arregla para filtrar tanta luz, esperanza y risas a lo largo de un periplo aciago. Es más, Garrone incluso se hace espacio para filtrar algún cáustico comentario social.

Ante una historia de la cual ya conocemos el final, lo interesante es ver cómo el director se las apaña para mantenernos interesados durante todo el trayecto.

Otro aspecto a destacar es la plástica de la película. El trabajo de dirección de arte es magnético, atrapa con fuerza las miradas e inyecta sensaciones al espectador. Particularmente vale la pena destacar el trabajo logrado por el maquillaje prostético, de un acabado increíblemente artesanal, bellísimo. En ese sentido, el dos veces ganador del Oscar Mark Coulier y su equipo hacen un trabajo excelso.


En el rubro interpretativo, la película también destaca. En el elenco encontramos un estilo de actuación bastante efervescente y eso le aporta mucho a la excentricidad del filme. Roberto Benigni, que en el pasado arruinó Pinocho con una adaptación malograda donde él mismo hizo el papel del muñeco, se reivindica con el legado de Collodi y nos entrega a un Geppetto entrañable y efusivo; por su lado, el joven Federico Ielapi nos derrite el corazón con su Pinocho.

El Pinocho de Garrone es extravagante y espléndido, es una explosión de imaginación que cautiva. Garrone no se limita, apela a los excesos y vaya que su delirio se disfruta. No te la pierdas en salas de cine, es una experiencia para pantalla grande.