★ ★ ★ ½ | Por Arturo Garibay

El camino rumbo a la justicia social y la igualdad ha sido largo. Y parece que todavía queda mucho trecho por recorrer. En los Estados Unidos, los conflictos y crímenes raciales son una herida abierta, particularmente aquellos asociados a la raza negra. De nueva cuenta encontramos una película que hace su aporte discursivo y reflexivo sobre el trayecto avanzado hasta ahora: Judas y el Mesías Negro (Judas and the Black Messiah, 2020).

Dirigida, producida y co-escrita por Shaka King, este drama histórico-biográfico cuenta la historia de Bill O’Neal (LaKeith Stanfield), un hombre que tras cometer un crimen cae en manos del FBI de la era Hoover (Martin Sheen). Para librar la cárcel, Bill recibe una peligrosa oferta: infiltrarse dentro del Partido Pantera Negra (BPP) y convertirse en doble agente. ¿Su misión? Informar sobre las actividades del grupo subversivo y revolucionario. Particularmente, Bill debía seguir de cerca al activista Fred Hampton (Daniel Kaluuya), quien comenzaba a ganar influencia en distintos sectores oprimidos de la sociedad gracias a su rol como presidente del Fred Hampton en Illinois.


Desde su título, Judas y el Mesías Negro se aventura a lanzarnos una promesa: la película es un relato de traición. El filme está construído como un thriller político de época y un drama social. El director, además, explota la radicalidad izquierdista de Hampton para articular un discurso sedicioso y agitador, dos cosas muy necesarias para llamar la atención de los adormecidos y/o agitar el status quo.

Es cierto que la película puede llegar a tener un tufillo panfletario, algo que sus detractores podrían usar en su contra. Pero si nos enfocamos en lo cinematográfico, verás que lo que encontramos es un filme que se erige más allá de las posturas políticas: es una historia humana, un relato donde coinciden la esperanza y la traición, el reclamo social y el complot institucional; el deseo por lograr un mundo más justo y equitativo confrontado por el miedo que lleva a muchos desear que las cosas sigan igual, por conservar intacta la esfera de los privilegiados. En este punto, me parece que es justo aquilatar a Judas y el Mesías Negro como una película aguerrida.

Nominada a seis premios Oscar, Judas y el Mesías Negro apunta sus reflectores hacia la iniquidad y las malformaciones de un sistema que suele actuar como opresor. En el epicentro de esto encontramos a Bill O’Neal y a Fred Hampton. El primero, representando a aquellos atrapados en la vorágine, aterrados por fracasar en la carrera por la supervivencia, lo cual es muy humano. Por su parte, Hampton es la esperanza, el sueño, el anhelo, la chispa que enciende la mecha de la lucha social. De tal modo que Hampton sea presentado con el vigor y el halo inherente a las estrellas de rock, mientras que O’Neal es un truhan dudoso, confundido y cada vez más acorralado: un hombre que sabe que, tarde o temprano, alguien le reclamará su alma como pago. Y ese alguien podría ser el diablo mismo.


En contraste, la cinta también tiene sus bemoles. En lo que concierne a la estructura, la película se siente un tanto inconstante. El punto de vista del filme cambia de la mirada de O’Neal a la de Hampton, y viceversa. Eso per se no tendría que ser un problema, pero lo que inicia como un relato de infiltración y “dobles caras” se va intercalando con un relato de bravura política con algo de brusquedad. Las dos vertientes aprenden a convivir dentro de la película, sí, pero eso no impide que se noten las costuras.

Del mismo modo, hay en la cinta una ecualización tonal respecto a cómo está contada la trama. Y esa ecualización puede llegar a sentirse monótona. Incluso hay momentos reiterativos, que no hacen sino remolernos cosas que ya sabemos porque vaya que el filme está contado con certeza. La postura de Shaka King es clara.

Judas y el Mesiás Negro puede recordarte, de cierto modo, a la reciente El infiltrado del KKKlan de Spike Lee. Y aunque ambas obras están enclavadas en la realidad y muestran una postura social, no podrían ser más distintas. La pieza de King es más solemne dentro de su insurrección. En todo caso, lo cierto es que en los dos casos hay un deseo por contar historias de la lucha de la comunidad afroamericana con un sentido universal, con capacidad para impactarnos a todos sin importar dónde hemos nacido o el color de nuestra piel, porque lo que está en juego es el alma humana. Y todos tenemos una de esas.