Mientras se alista para hacer su primera comunión, Neimar descubrirá algunos sinsabores de la vida. La fe y la inocencia serán puestas a prueba en EL REINO DE DIOS, flamante largometraje de la cineasta Claudia Sainte-Luce (LOS INSÓLITOS PECES GATO). La realizadora ha desnudado su técnica y su lenguaje audiovisual para ofrecernos un relato tan mínimo como contundente, tan íntimo como certero. En esta ascención fílmica, la trinidad está formada por una trama delicada, un franco trabajo de cámara y el magnetismo del protagonista.

Tras su estreno en Generation del Festival Internacional de Cine de Berlín, EL REINO DE DIOS llega a México. La primera ventana que se abre para este largometraje de ficción es la competencia oficial del Festival Internacional de Cine en Guadalajara. De cara a las primeras proyecciones del filme en nuestro territorio, en TOPCINEMA charlamos con Sainte-Luce sobre este singular proyecto de hechura personalísima y apuntalado en una visión —y en un puñado de emociones— más que en un guion en el sentido convencional:

“El Reino de Dios no tiene como tal un guion. No es un guion que esté escrito [de manera tradicional]. Solo escribí unas ideas y me fui a grabar a mi pueblo; la base principal eran el personaje del niño, la pérdida… Fui ensayando desde unos cinco meses antes y luego empezamos a grabarla”, recapitula la directora cuya filmografía incluye también piezas como EL CAMINO DE SOL y LA CAJA VACÍA.

“Respecto al rodaje, íbamos avanzando a partir de esas mismas ideas y de las secuencias que ‘sí o sí’ quería tener en la película. Si se me ocurría algo en el camino, lo sumaba”, añade Sainte-Luce. “También íbamos grabando dependiendo de cómo nos iban prestando las locaciones. Fue un proceso muy libre”.

¿De dónde viene la idea de hacer El Reino de Dios? ¿Todo comienza con el espacio físico —tu pueblo natal— e inventaste una historia que se adaptara a él? ¿O tuviste la idea de hacer una película sobre la inocencia, la fe y la pérdida, solo para descubrir que tu pueblo era el escenario perfecto?

¿La verdad? Todo empezó por un momento horrible que estaba viviendo. La sensación que me provocaba lo que estaba viviendo y sintiendo… no sé, me puso a pensar “¿en dónde puedo poner esta película?” Pensé que lo ideal era depositar en un niño la historia que se estaba formando; y creo que mi sobrino [Diego Armando Lara Lagunes] es muy buen actor. Así más o menos fue que terminé por llevar todo este rodaje a mi pueblo.

Cuéntame sobre el trabajo con Carlos Correa. Creo que el trabajo de cámara es muy interesante. ¿La sinergia audiovisual con él te abonó mucho durante tu proceso creativo?

Sí, yo lo encontré cuando estaba haciendo EL CAMINO DE SOL, mi anterior película. Nos hemos entendido muy bien al trabajar. Cuando estaba creando la idea de EL REINO DE DIOS, le comenté: “no la quiero hacer con un guion, no quiero ceñirme a una estructura que me esté diciendo qué hacer”.

Además, no tenía dinero, pagar esta película iba a salir de fondos propios. Así que yo le iba platicando lo que se me ocurría y él me iba retroalimentando: “eso estaría bien, tal secuencia podría ser de tal manera, o falta tal o cual cosa para que se entienda”. La colaboración fue a un nivel profundo, no solo de meterse en cuestiones de cámara, sino también de historia, de personajes. Carlos Correa era como mi unidad externa. No tuve a nadie a quien enseñarle el guion porque no existía. Solo a él le hablaba de la pequeña escaleta que hice para que me dijera si se entendía o no.

Al momento de estar con los actores, ¿cómo era trabajar con ellos sin un guion?

Pues por eso es que fueron importantes los cinco meses previos de ensayos, antes de empezar a filmar. Parta mí era importante que, quienes salieran en la película, se divirtieran en el proceso. Improvisábamos en torno a las situaciones. “Tú tienes que hacer esto hasta acá, tú tienes que llegar hasta este punto”.

En base a eso iba modificando cosas. Si algo no me gustaba, entones sí ya repetíamos. Pero creo que en cualquier película, más allá de lo que diga el personaje, su situación es lo importante, lo que tiene que conseguir a cada momento. Pero uno también puede conseguir lo que está buscando dramática o narrativamente a través del silencio. O con miradas. La clave era plantear muy bien la situación. Pensar en verbos transitivos. Tener claras las acciones de las escenas para que se fuera dando la situación.

No me gusta ceñirme a los diálogos ni cuando los tengo escritos en un guion bien definido. Es muy rico ensayar con los actores y ver qué va saliendo de ellos. Por otra parte, la gente tiende a expresar más con la boca, así que creo que esta forma de trabajar me permite frenar cualquier abuso de la palabra como para expresar obviedades o cosas que la acción ya está transmitiendo.

Te hemos visto trabajar con actores profesionales y actores naturales en igual medida. ¿Asumes el proceso de dirección de forma distinta con cada uno de ellos?

Yo diría que los actores profesionales son —algunos, muchos— muy divas; y otros son muy buenos, siempre están por la labor de intentar que cada nueva toma crezca y crezca. Y los no profesionales exigen más amor y paciencia. No están habituados, no tienen el oficio, hay que ser particularmente paciente con ellos.

Pero, francamente, para mí el punto no es tanto dividir entre actores profesionales y no profesionales. Más bien diría que hay que entender que cada ser humano es muy distinto, porque puedes encontrarte un actor natural que resulta que se comporta como un profesional que estudió 20 años.

¿Cómo fue la selección en el pueblo para decidir quiénes iban a actuar en EL REINO DE DIOS?

Yo nunca los vi como actores, creo, más bien pensaba en ellos como la gente que me vio crecer en el pueblo. Lo que hicimos fue mandar una hojita de casting para ver quién se iba interesando. Pusimos los perfiles: la mamá, la abuela, los niños, los amigos. Un tío terminó haciendo el personaje del dueño del caballo.

Les hacía, eso sí, una prueba frente a la cámara para ver si no les daba miedo, si no estaban incómodos de abrirse ante el aparato. Estuve como mes y medio en eso. Al principio, la gente no quería hacer el casting, son muy penosos… pero, además, tampoco me creían que iba a hacer una película en el pueblo. Ahorita que ya salió, ya me creen y me dicen: “¿por qué no me invitaste?” Pero sí los invité, ¡solo que no me creían!

Me parece que la actuación es como un juego. Es jugar, te metes en ese juego. Te dicen lo que debes hacer en ese juego, te olvidas un poquito de ti, pero usas las herramientas que tienes para conseguir lo que te indican que debes dar en cada escena. Eso fue muy lindo.


La película se estrenó en Generation en la Berlinale. ¿Cómo fue la experiencia en Alemania y cómo te sientes de cara al estreno en Guadalajara?

En la Berlinale fue una experiencia muy chistosa porque la sala estaba llena de niños de seis a 12 años. Porque Generation es una sección con historias de la infancia. Yo pensaba: “uy, igual ni le van a entender, además de que no es una película muy para niños”. Pero fue lo opuesto. A los niños les gustó la película, me hicieron muchas preguntas al final. Hasta me pedían autógrafos y yo me sentía muy rara, eso fue lindo.

Lo mejor es que me preguntaban cosas muy genuinas. Y, además, ellos llegaban a sus propias conclusiones. Querían saber cósas como, por ejemplo, por qué era para Neimar, mi personaje principal, tan importante hacer la primera comunión. Fue bonito. Nunca había tenido un público así.

Y sobre Guadalajara… Me siento muy agradecida porque todas las películas que he hecho han costado mucho trabajo. Y, sobre todo, mostrar la película al público cuesta trabajo. En el Festival Internacional de Cine en Guadalajara me invitaron a estar en la programación sin haber visto la película, algo que fue muy bonito, que me hizo sentir muy querida.

Una siempre está buscando alguien que le dé un espacio y que tenga fe. Tal vez yo, antes de esta película, había perdido un montón la fe en lo que hago. Que el FICG tuviera fe en la película, fue importante, significó mucho. Fue un cariñito que me hizo sentir que ha valido la pena, aunque por momentos he querido tirar la toalla.

No puedo evitar pensar que en EL REINO DE DIOS permea todo eso de lo que recién has hablado: la fe, la pérdida de la fe, el impulso de desistir…

Creo que lo principal es que yo estaba en un momento donde ya no creía en las cosas que hacía. Trasladé todo eso a EL REINO DE DIOS, al niño que está emocionado por su primera comunión pero pierde la fe en todo lo que hace. Puede que al final todo se medio acomode, pero de una manera dura. Creo que así son las cosas. Vuelvo a hacer lo que me gusta hacer; y me doy cuenta que me gusta mucho hacerlo, pero no por vender boletos en taquilla ni por tener vistas en ninguna plataforma; lo que me da placer es contar historias.

La vida de pronto te pregunta: ¿por qué haces lo que haces? Y me queda muy claro que no lo hago por hacerme rica ni por ser popular. Y al plantearme este tema, surgieron otros, como la inocencia, Dios… muchas más cosas.

Hay cierto naturalismo en la película. ¿Qué era importante al momento de decidir cómo querías que se viera EL REINO DE DIOS?

Es algo que surgió del mismo lugar, del pueblo. Es que cuando estás ahí… Mira, yo a mi pueblo te lo voy a vender como la cosa más bonita… Pero tiene, no sé, una cosa linda y melancólica a la vez. Es un espacio extraño. Cuando jugábamos en las locaciones, la forma de las imágenes era algo que venía a nosotros de inmediato. Para Carlos [Correa] era algo que no tenías que pensar tanto, ni ponerte en la postura de “¡ay, voy a hacer esto como cinema vérité!” Más bien estábamos con el personaje, con lo que estaba sintiendo, y se nos venía de inmediato cómo íbamos a filmarlo. Nos permitimos libertad. Lo hacíamos por divertirnos. No estábamos esperando estrenar donde estrenamos. Hicimos una película sobre cómo sentimos las cosas.


EL REINO DE DIOS forma parte de la competencia del FICG 37.


Entrevista por Arturo Garibay para TOPCINEMA
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