La ficción es noble. Siempre está ahí para nosotros. Nos permite acercarnos a ella con libertad, es un espacio de posibilidades infinitas. La ficción nos permite mirarnos y que otros nos miren. Es la ficción, por tanto, terreno fértil. Somos nosotros quienes decidimos cómo y para qué vamos a usarla.
La entretenida y patosa —a veces lacerante, a veces potente, a veces circense, siempre polémica— Emilia Pérez se ha convertido en el gran himno de la controversia desde su estreno en el pasado Festival de Cannes. El filme del francés Jacques Audiard cuenta la historia de una abogada mexicana que debe ayudar a un narco a lograr un anhelo: convertirse en mujer.
Ya he escrito y comentado antes sobre Emilia Pérez. Sigo contrariado, dividido, porque de verdad siento que es una película que vale la pena ver. ¿Para qué? Para discutirla, debatirla, conversarla. Dado que ya existe y en virtud de que ha crecido mucho (mediáticamente, socialmente, culturalmente), debemos usarla. Emilia Pérez nos ha puesto a confrontar puntos de vista (también a hacer berrinches, pero esos han probado tener poco valor y aportar apenas cosas de interés a la conversación) y a levantar la mano. Hoy todos quieren tomar la palabra: realizadores, críticos, academias… y públicos.
Ya he expresado antes en otros medios —y desde que vi la película meses atrás— que lo que no me latió, que lo que le reprocho a Emilia Pérez, es que se le nota mucho “la mirada del turista”, algo que normalmente encontraría divertido y [a lo mejor] hasta edificante, pero que en la peli de Audiard terminé por resentir.
A lo largo de la historia hemos visto montones de películas narradas desde afuera: británicos contando historias de italianos; estadounidenses contando historias de alemanes; japoneses, de coreanos… en fin. Se puede. La ficción nos permite mirar al otro, imaginar al otro, reinventar al otro… ficcionarlo. Pero hacerlo no es fácil, conlleva un riesgo. Es una de las ruletas rusas de los actos creativos. Igual y te toca la bala.
Esa «mirada del turista» puede llegar a ser enriquecedora, pero también chocante; puede llegar a ser auténticamente sensible, pero también insensible y chata. Puede llegar a sentirse incompleta… robótica… las posibilidades son muchas.
En todo caso, mi interés por Emilia Pérez va por otro lado. Es una película empedrada que podemos usar para formular preguntas. La cinta de Audiard es, potencialmente, un cuestionario.
¿Cómo nos vemos en el espejo de Emilia Pérez? ¿Es una superficie prístina o un recorrido por la casa de los espejos de la feria, lleno de deformidades jocosas o grotescas? ¿Es ambas? En Emilia Pérez hay momentos de inspiración pura, pero también otros de exotismo cargante.
Podemos mirar al mundo. Y podemos usar la ficción para compartir nuestra mirada sobre el otro, para reimaginarlo desde el drama, la comedia, la fantasía, el horror, la farsa… el musical. Lo que me ha pasado con la película de Audiard es que le he visto mucho entusiasmo técnico, formal y narrativo, mucha estridencia, pero también desgano al momento de imaginar a la otredad. ¿Es una película de mirada curiosa o trivializante? ¿Es un taladro o una grapa?
Sigamos: ¿Hay o no una romantización del monstruo o del criminal en Emilia Pérez? ¿Subvierte la actual tendencia de los narcodramas o se alinea con ellos de forma chapucera? Yo, por ejenplo, no puedo con los narcodramas. La narrativa «heroica» del narco no encaja con mi idiosincracia, si se quiere ver así, o llámale cosmovisión. No puedo con la romantización de aquel que ha desgarrado el tejido social hasta hacerlo jirones, me cuestan mucho las redenciones y condenas de vitrina para estos personajes en particular. En mi caso, lo que propone Audiard con la transición (no física, sino emocional) de Emilia/Manitas me parece incompleto, perezoso, burdo y, en sus [pocos] mejores momentos, apenitas creíble.
Quepa añadir que Emilia Pérez utiliza como recurso dramático muchas heridas abiertas de la sociedad mexicana. Ya iba a ser (desde antes de verla) una película incómoda. Las heridas abiertas, claro, son susceptibles de ser pensadas y revisadas desde la farsa (una farsa que igual y no lo es, a lo mejor es farsa por accidente; en todo caso, resultó que Audiard terminó por incorporar a su discurso la palabra ópera), pero exige mucha inteligencia y sensibilidad lograrlo con éxito. En la cinta, no siempre se logra.
Emilia Pérez es un largometraje de puesta en cámara desbordada, de emociones kitsch y de una efervescencia que a muchos les chocará. En términos de filmmaking, la película está construida con excesos que —normalmente— me encantarían y que, por tanto, incidieron en que tuviera una experiencia extraña en la sala: yo oscilaba entre la fascinación por la forma en que está filmada y mi cara de “what?!” ante los disparates accidentales de lo que la película parecía proponer ideológicamente, por aquí y por allá. Otra pregunta: ¿es esta una celebración de la identidad trans o una cinta abiertamente tránsfoba? Muchas personas de la comunidad se decantan por lo segundo. ¿El retrato de la identidad trans es simplista o profundo, acepta generalizaciones o es estrictamente particular?
Es cierto que tanto Zoé Saldaña —quien es la bandera histriónica del filme— como Karla Sofía Gascón poseen cualidades magnéticas. Ellas son así, poseen su propia fuerza gravitacional. Zoé ha sabido usarla a favor. Gascón —y Audiard también— se ha tirado a sí misma por el barranco mediático. Actriz y director han querido hablar por la película cuando tuvieron que dejar a la película hablar por sí misma. El discurso extrafílmico de Emilia Pérez ha sido el del ego y el sensacionalismo, el del reflector y la autovictimización. Culpan al público, que ciertamente ha sido la chispa, pero ellos mismos han vertido el combustible. En fin.
Por su hechura y constitución discursiva, Emilia Pérez iba a ser señalada, reprochada, admirada, condenada, compartida, reflexionada, lapidada, venerada, súmale más adjetivos calificativos, los que más te [dis]gusten; el público iba a revisarla, cada cual desde su trinchera. ¿Logramos escuchar al otro? ¿El otro logró escucharnos? Es la de Audiard la cinta más vociferada de los últimos años. De ambos lados (fans y detractores) hay gritos.
¿Es auténtico el México de la peli de Audiard? ¿Es impresionista o barroco o fársico…? ¿O todas las anteriores? ¿Qué abona el género musical a la propuesta del cineasta? ¿Es un capricho o una declaración? Y hay más y más.
En el principio, esta película hizo que la gente hablara de cine, incluso sin darse cuenta. En el futuro podría llegar a ser un fenómeno antropológico y sociológico digno de estudiarse. Quién sabe, tal vez la recordemos como sórdida una visita a la casa de los payasos.
Me parece bien que no guste. Me gusta que no guste. Es una película mamona, a eso se arriesgaba. Pero creo que es una oportunidad perdida no escuchar al otro y que el otro no nos escuche. Que no se nos olvide que está bien chido cuando uno encuentra una peli que es capaz de ponernos cara a cara a charlar, aunque raspe y se invente un México raro, a veces reconocible, a veces tonto e inverosímil.
Una pregunta más: ¿Nosotros somos o no somos el «yo» de Emilia Pérez? ¿Es una cachetada a lo que significa ser mexicano en el aquí y el ahora?
Todos somos la otredad de alguien más. Quien nos observe debe saber que su mirada puede generar confrontación y «enchilamiento», emoción o excitación, intriga, rabia o lamentos. Mirar —al otro o a nosotros mismos, según el caso— es lo que hacen las buenas películas… y las malas películas.