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Una imperdible historia infeliz
¿Dónde se siente la infelicidad? ¿En el corazón, en la consciencia, en el alma… en todas las anteriores?
La tristeza es inmaterial en apariencia y, por lo tanto, intangible. Empero, es una emoción que se deja sentir en la piel, en el cuerpo, en las entrañas, hasta por debajo de las uñas. Así lo vemos en El baño del diablo, el largometraje austriaco que ganó el premio a la contribución artística en la Berlinale del año pasado y, posteriormente, el premio principal en Sitges (el festival de cine de género más importante del mundo). La pieza, además, fue la representante de Austria en la pasada carrera por las nominaciones al Oscar®, aunque no logró la postulación.
De título singular, el largometraje codirigido por Veronika Franz y Severin Fiala, ha sido empaquetado por distribuidores, agentes de ventas internacionales y medios de comunicación como una película de terror. La etiqueta le queda chica porque esta cinta de época es una tragedia, un drama marital y un filme sobre horrores tan inmediatos que, precisamente por eso, resultan abrumadores. Este no es un filme de jump-scares ni de espantos chocarreros (no hay brujas ni chamucos) sino sobre los horrores de la infelicidad, de la insatisfacción… del vacío.
Regresando a lo dicho en el primer párrafo, El baño del diablo es un relato que revisa la infelicidad en sus dos acepciones: la impalpable y la que sí se puede tocar, el desconsuelo más tangible, el quebranto somatizado. Alma y cuerpo hechos jirones.
Ambientada en los bosques austriacos del siglo XVIII, el filme inicia con una mujer que comete un acto atroz, para posteriormente entregarse por su crimen. Casi al mismo tiempo, la joven Agnes (Anja Plasch) contrae nupcias con un hombre llamado Wolf. Lo que sigue —al menos en su cabeza— es entregarse a la vida doméstica: cuidar de su casita rústica, de su marido, dedicarle tiempo a su colección de insectos, a la oración y, por las noches, esperar un poco de afecto corporal con la promesa de quedar embarazada. Nuestra protagonista descubrirá pronto el desencanto por todos los frentes.
¿Qué pasa cuando la tristeza te embiste y nadie —absolutamente nadie— tiene la capacidad de ver ni entender lo que te está pasando?
En El baño del diablo vemos cómo las construcciones sociales, las expectativas del entorno y los sistemas de creencias contribuyen a que el otro (que no soy yo) sea incapaz de percibir el deterioro emocional de quienes le rodean, de empatizar con la infelicidad ajena.
Filmada hermosamente por la cámara del cinefotógrafo Martin Gschlacht (Buenas noches, mamá), este largometraje es una experiencia de imágenes poderosas, capaces de desarticular emocionalmente al espectador y de invitarlo (obligarlo) al mutismo. Sí, es muy posible que al final notes que la sala está hundida en un silencio sepulcral.
Un relato sobre la depresión en un tiempo y lugar donde la clínica y el psicoanálisis no existían, una puerta oscura que conduce a una reflexión sobre la pesadumbre y el dolor como vehículo para la deshumanización. Una postal de cuerpos y almas mutiladas donde la culpa es siempre de uno y hay que hacer hasta lo imposible para lograr la expiación.
De ruta parsimoniosa y final impactante, El baño del diablo no dejará espectadores indiferentes.
El baño del diablo es un estreno de Cine Caníbal


